Después de muchos años siendo un acérrimo lector —y escritor— de diarios me he dado cuenta de una cosa. Tras muchos días leídos en la vida de autores muy diferentes me he dado cuenta de que los seres humanos necesitamos de las rutinas para hacer nuestras vidas, y que algunas de esas rutinas son biográficas. César González-Ruano, por ejemplo, explica en su Diario íntimo que hay días en los que, sencillamente, «Bajo al Gijón. Escribo 20.000 pesetas de artículo» sin darse cuenta de que son, precisamente, esas jornadas las que le hacen ser quien es. Y es que los hechos cotidianos, los que hacemos y repetimos semana a semana son precisamente los que nos hacen ser nosotros. Siempre seré un enamorado de las costumbres y en mi vida, una de las más bonitas, creo, es la de ir cada domingo a El Rastro en busca de alguna historia.

Lo cierto es que hay domingos en los que no pasa nada, quizá porque uno no está inspirado y no se fija lo suficiente o, quizá, porque no tiene suerte y sencillamente no encuentra nada. Pero hay otros domingos, como el pasado, que saben y huelen a infancia y a recuerdos. Y es que revolviendo entre libros me topé con un tomo ilustrado de El último mohicano, de James Fenimore Cooper, editado por la extinta Editorial Everest. Claro, se me abalanzaron los recuerdos. En primer lugar, todas esas imágenes y sonidos de la película de Michael Mann con música de Trevor Jones, que es la favorita de mi madre y sonaba noche tras noche en el salón de mi casa. También regresó las imágenes que yo puse a la aventura cuando leí aquella edición de la colección Austral de cubiertas en color rojo —«novelas policíacas, de aventuras y femeninas», decía en el pliegue de su sobrecubierta—que me descubrió una historia terrible, pero hipnótica y con muchos valores. Yo ciertamente nunca fui de los indios, por el contrario, quería ser casaca roja y vestir tricornio como el Coronel Munro, alias Cabeza Gris, o casaca azul y ser francés, como el Marqués de Montcalm. Quería comandar batallar en aquella Guerra de los Siete Años, quería vivir en las colonias donde había honor, aventuras y disparos. Tener amigos mohicanos, conocer y temer las atrocidades de los hurones. Creo que, en el fondo, he sido un poco todo eso. Y es que al haberlo leído, al haberlo visto, al haberlo soñado e imaginado, lo he, en cierto modo, vivido.

Y ahora, recordando todo aquello y reconociéndome en aquel crío de gafas que vivía historias de mosquetones, carabinas y canoas por el Delawere, pienso en lo mucho que han hecho aquellas viejas editoriales, de las que pocas sobreviven, por nosotros. Pienso en las historias de Los cinco, de Enyd Blyton, que editaba Juventud —no quiero hablar de los Tintin, pero están muy presentes—, y que eran multitud en la habitación de mi hermana; en Celia, de Elena Fortún, creo recordar que en Alianza, que ahora ha recuperado con ganas Renacimiento —les sugiero su aventura en la revolución—; en Las aventuras de Guillermo, de Richmal Crompton, creo que en Espasa Calpé; en los ¿Dónde está Wally?, de Martin Handford; en la colección Joyas Literarias Juveniles, de la editorial Bruguera, donde descubrí a Salgari, Verne y Twain; en todo Roald Dahl, con sus inseparables ilustraciones de Quentin Blake, editados con lomos naranjas en la Alfagura de Camilo José Cela; en los de Momo o La historia interminable, de Michael Ende. Pienso cómo en mi casa también abundaban ejemplares de Los Hollister, de Jerry West, editados por Toray Ediciones; los Agatha Christie de Molino, de los que ya les he hablado en otra ocasión; los Sherlock Holmes, también de Molino, que son geniales; casi toda la colección de El barco de vapor, de la editorial SM, que era inmensa e inabarcable y de los que tengo realmente destrozado el ejemplar de Fray Perico y su borrico, de Juan Muñoz Martín. Pienso en muchos, pero sigan ustedes con su propia lista recuerdo, que a mí se me agota el espacio y tampoco quiero abusar de su tiempo.

Sigan con esa lista y háganlo yendo los domingos a El Rastro. Porque es de los pocos refugios, de las pocas trincheras que nos quedan en donde el tiempo se detiene, aunque suene a tópico. Ir a pasear por El Rastro las mañanas de domingo protege de los tiempos que corren y nos trae de vuelta. Me alegra pensar, por qué no decirlo, que esas cosas, si están ahí, si se venden en los puestos, es porque aún hay alguien dispuesto a comprarlas, a cuidarlas y a valorarlas. Que aún hay personas que, como yo, anotarán en sus diarios que ese domingo fueron a El Rastro, se encontraron con no sé qué cosa y volvieron a su casa recordando aquellos años cuando todo era aventura, cuando todo olía a verano, cuando todo merecía la pena y se disfrutaba el segundo, cuando todo era infancia y nosotros unos críos pecosos, aparato en los dientes, gafas, camiseta del Pato Lucas y el pelo peinado a colonia Nenuco, S3 o Heno de Pravia, al gusto de mamá.