Jueves, 1 de diciembre de 1955. Como cada día, Rosa Parks sube al autobús tricolor de la compañía municipal de Montgomery, Alabama, en su camino de regreso a casa después de un largo turno en los grandes almacenes Montgomery Fair. Como cada día, antes de poner el primer pie en el vehículo, sabe dónde tiene que sentarse. Ha de hacerlo, sin pensar, en la zona trasera, la asignada a los usuarios negros.

Rosa es una mujer estadounidense de 42 años que trabaja de dependienta. Afroamericana. Y la segregación, ley en Alabama. La parte delantera de los autobuses de Montgomery está reservada para los blancos y los asientos del fondo quedan para los viajeros negros. Además, no es ley, pero sí costumbre aceptada, que los conductores pidan, ordenen, a una persona negra que ceda su asiento a un usuario blanco, modificando de esa manera los límites de la sección de color.

Cuando en la siguiente parada entran varios pasajeros y los pocos asientos libres son ocupados, como cada día, el conductor grita a los viajeros de la primera fila de la parte trasera que se levanten y así cedan sus lugares a los blancos recién llegados. Como cada día, todos obedecen. Todos menos uno: Rosa Parks, que permanece en su sitio. «La gente siempre dice que no cedí mi asiento porque estaba cansada (…) pero eso no es cierto. No estaba cansada físicamente… Estaba cansada de ceder», escribiría años después en su autobiografía.

Todo menos un gesto

Siempre que algo así ocurría en Montgomery, o en cualquier lugar del sur de los Estados Unidos, el arresto, el juicio y, cuando menos, la multa eran consecuencias seguras y conocidas. Aquello no recibió un trato diferente, no fue ninguna excepción para las autoridades locales. La ruta quedó suspendida en esa misma parada a la espera de la Policía, avisada al instante. Llegaron dos agentes. La detención fue automática.

Aunque Rosa Parks utilizó la única llamada telefónica de la que disponía para comunicarse con su marido, la noticia de su arresto se había extendido como la pólvora por la ciudad. Tanto que, cuando fue liberada bajo fianza esa misma noche, Edgar Daniel Nixon, un líder local del movimiento por los derechos civiles, ya estaba en la comisaría. Nixon llevaba años esperando encontrar a una persona negra valiente y de incuestionable honestidad e integridad para ejercer como demandante en un caso que pusiese a prueba las leyes de segregación. No esperó más: al rato, en casa de los Parks, convenció a Rosa.

Durante la conversación surgió otra idea: la población negra de Montgomery boicotearía los autobuses el día del juicio, previsto para el mismo lunes siguiente. La apuesta era firme. Esa misma madrugada se prepararon miles de panfletos para ser entregados a los escolares negros por la mañana. Ellos los llevarían a casa, informando así a sus padres.

El lunes, sin sorpresas, Rosa Parks fue declarada culpable de violar las leyes de segregación y condenada a pagar una multa de 10 dólares más otros cuatro en concepto de costas judiciales. Para entonces, el éxito del boicot ya había desbordado las expectativas de los más optimistas. Nixon y varios líderes religiosos, en vista de los imparables efectos que desde el jueves anterior se sucedían, fundaron la Asociación de Mejora de Montgomery (MIA), como catalizador del movimiento.

El principio del sueño

Aquellos últimos días de 1955, la comodidad de unos y el miedo de otros se doblegaron a la sociedad civil y, a pesar de muchos, el gesto de Rosa Parks nunca pasó al olvido. No lo hizo gracias a un entonces desconocido pastor baptista. Un joven afroamericano de veintiséis años, con una capacidad retórica fuera de lo común, que aceptó presidir la recién creada MIA y asumió como propio el Caso Rosa Parks. Su nombre, Martin Luther King Jr.

Entonces empezó todo. Aquella tarde de invierno, en la sureña ciudad de Montgomery. El prólogo del sueño que compartiría en Washington a los pies del monumento a Abraham Lincoln el 28 de agosto de 1863, y seguiría el 19 de junio de 1964, cuando el Senado de los Estados Unidos aprobó la Ley de Derechos Civiles.

Desde entonces, para millones de estadounidenses, la vida empezó a dejar de ser como cada día.